La casa de los abuelos: un refugio para el alma (y lo que tú puedes aprender de ello).
- Nur Garrido
- 31 dic 2024
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 3 ene
“Mamá, ¿puedo dormir donde los abuelos hoy?”
Esa pregunta, lanzada al aire por un niño al pasar, me atravesó el corazón como un rayo.
Algo tan simple, tan cotidiano, desató una tormenta de recuerdos en mi interior.
En un instante, volví al pasado, a ese rincón del mundo donde la vida era sencilla y entrañable, el tiempo parecía infinito, y todo lo bueno de la existencia cabía en unas pocas paredes: la casa de la abuela.
No era solo un hogar. Era un refugio, un santuario para el alma.
La casa de los abuelos era ese lugar mágico donde todo parecía más fácil, donde las preocupaciones desaparecían apenas cruzabas la puerta. Allí, las risas eran la banda sonora, y el presente era lo único que importaba.
Cada rincón tenía su encanto. Una sopa caliente con pan recién horneado no era solo comida; era un abrazo servido en un plato.
Los olores de su cocina, mezclados con el crujir del suelo bajo nuestros pies descalzos, creaban una coreografía única, como si la casa misma respirara junto a nosotros.
Las historias al calor de una taza de chocolate no eran solo palabras: eran lecciones de vida disfrazadas de cuentos.
¿Y los juguetes? No eran necesarios. Una caja de cartón se convertía en un castillo; un rincón del jardín, en el escenario de aventuras épicas. La imaginación era todo lo que teníamos y, curiosamente, lo único que necesitábamos.
Pero lo que hacía especial a esa casa no estaba a simple vista.
Era el amor que flotaba en el aire, los abrazos que curaban cualquier herida, las enseñanzas que absorbíamos sin darnos cuenta.

En ese lugar aprendimos que la felicidad no está en lo grandioso ni en lo inalcanzable, sino en lo cotidiano, en los pequeños momentos que nos llenan de plenitud.
Hoy, esa casa ya no existe para mi como antes.
Solo vive en mis recuerdos, y no puedo evitar preguntarme:
¿Cuándo dejamos de ir a esos lugares que nos llenaban el corazón?
En algún punto, cambiamos los días tranquilos por agendas saturadas, los abrazos cálidos por mensajes rápidos, y los momentos de conexión por metas que parecen alejarnos cada vez más de lo esencial.
Si pudiera pedir un deseo, no sería un viaje a lugares lejanos ni un logro espectacular. Mi deseo sería simple:
Quiero volver a esa noche en que podía preguntar, con la inocencia más pura: “¿Puedo dormir en la casa de los abuelos hoy?”
Quizá tú también lo sientas. Tal vez, en medio de tu vida apresurada, hay una parte de ti que anhela regresar. Porque, aunque muchos ya no podamos volver físicamente a esa casa, siempre llevamos con nosotros el refugio que construimos en aquellos días.
Cierra los ojos. Respira. Regresa a ese olor de pan recién horneado, a las risas en la cocina, a esos abrazos que lo arreglaban todo.
Permítete sentir la magia de ese momento y recuerda que sigue ahí, dentro de ti, esperándote.
Esa magia no se ha ido; está contigo cada vez que detienes el ruido, compartes un instante de verdad con alguien o permites que la simplicidad de un momento te recuerde que no necesitas más para ser feliz que creer en ti y crear nuevos refugios, nuevos espacios donde la vida se sienta plena, auténtica y real.
El crecimiento personal comienza cuando dejamos de buscar fuera lo que siempre ha estado dentro de nosotros: la capacidad infinita de crear refugios donde sanar, momentos que nos llenen de vida y conexiones que nutran nuestra alma.
Al igual que los abuelos nos dan su amor a través de pequeños gestos, nosotros podemos construir una vida significativa al apreciar, cuidar y valorar lo importante.
Porque luchar por tus sueños no se trata solo de grandes metas, sino de un compromiso contigo mismo: cuidar de tu bienestar, confiar en tu capacidad de superar cualquier obstáculo y dar pasos, por pequeños que parezcan, hacia la vida que deseas.
La clave no está en lo que buscamos fuera, sino en cómo elegimos trabajar dentro, creyendo en nuestro poder para crear una vida que nos haga sentir vivos y en paz.

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